18 mayo 2010

Sus Majestades, las pelotas

En una novela de Eduardo Mendoza, “Sin noticias de Gurb”  , se relata la historia de un extraterrestre que llega a Barcelona y nos presenta esa sociedad a través de sus ojos ajenos a nuestra vida cotidiana. Es un tema parecido al que aborda un librito titulado “Los Papalagi”  que recoge comentarios del jefe samoano Tuiavii de Tiavea en su contacto con la sociedad occidental.

Si el extraterrestre Gurb o el jefe samoano vinieran a España descubrirían un sistema que se dice democrático pero en el que hay una familia, que sólo por razones hereditarias tiene asignado un presupuesto de 13 millones de euros anuales, poseen para su uso y disfrute palacios, coches y yates que no son suyos sino propiedad de todos los españoles, pero que sólo los pueden utilizar ellos y lo que hacen los españoles es asumir el coste del mantenimiento y reparaciones.

Gurb y el jefe samoano se quedarán impresionados de que en este país tan democrático sea delito, por ejemplo, dibujarle unos cuernos a un sello de correos que tenga la esfinge del rey. Se asombraran de que esa familia real proclame discursos pero que se los tengan que escribir y todo el mundo diga que es un discurso del rey o del príncipe. Se quedarán espeluznados cuando se enteren que en esta democracia, una persona, el rey, no está sujeto a las leyes, es decir, puede matar su hijo, violar a la asistenta o robar a una anciana en la calle porque los jueces no podrán actuar contra él. Y cuando él muera, eso mismo lo podrá seguir haciendo su hijo.

Cuando, un familiar del rey se casa, todos los medios de comunicación suspenden su emisión y difunden los fastos de la boda, a ella ese país democrático invita y agasaja, con el dinero de los ciudadanos, a sangrientos dictadores, monarcas y emires feudales que vienen con toda su cohorte de criados y joyas dejando atrás sus países repletos de hambrientos y encarcelados por pedir democracia.

Gurb y el jefe samoano verán cómo en los periódicos y revistas se explica con lujo de detalle y total normalidad el palacio que tendrá el heredero del rey, de quien no se conoce trabajo alguno, mientras cientos de miles de jóvenes no pueden tener vivienda en el país.

Las revistas también detallan con alegría y gran despliegue fotográfico a esa familia mientras esquía, practica la vela en un yate que le han regalado, montan a caballo u organizan ágapes familiares mientras el resto de los ciudadanos se levantan a las siete de la mañana para ir a trabajar.

Lo asombroso es que parece que nadie se queja en el país ni se plantea que quizás el hecho de que exista una persona que por razones hereditarias pueda matar a su suegra sin que los jueces le digan nada, vivir en un palacio, tener un yate, estar de vacaciones en los lugares que desee con todos los gastos pagados y todo ello con el dinero de personas que trabajan cuarenta horas a la semana, es una cosa que forma parte de la democracia de España. Nuestros amigos, Gurb y el samoano, descubrirán entonces que el pedigrí no es exclusivo de los caballos y los perros, también es de las casas reales.

Nuestros amigos aun se sorprenderán todavía más cuando les digan que hubo un tiempo en el que eso no era así. Un periodo en la historia de ese país, denominado II República, en que existía una constitución con un artículo 25 que decía “No podrán ser fundamentos de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones y títulos nobiliarios.”. Hoy, más de 75 años después eso no se cumple en España, ni tienen por qué cumplirse, que es peor, según la Constitución de 1978. Por lo que el jefe samoano verá que su país, donde no existe la electricidad ni los teléfonos móviles, está mucho más avanzado en formas democráticas de convivencia. Y Gurb se quedará preocupado al comprobar cómo en este planeta los regímenes van involucionando según pasan los años y son cada vez menos democráticos y justos.

Santiago Alba dice poeticamente al respecto:

    Soy un gran defensor de los reyes; no quiero hacerlos desaparecer sino conservarlos encerrados en los cuentos. También soy un gran defensor de los dioses; no quiero matarlos sino mantenerlos confinados en los mitos. La obra de Shakespeare, es verdad, no podría titularse El presidente Lear; no creeríamos en los poderes de Excalibur si la espada hubiese sido arrancada de la piedra por el brazo del Presidente Arturo y ningún niño esperaría jamás ningún regalo de los Presidentes Magos (del mismo modo que sin Dios la Biblia resultaría más bien sosa). Pero los cuentos tienen que defenderse de la realidad para preservar su potencia educativa como las constituciones tienen que protegerse de los reyes para que no se conviertan en ficción. Confundir un cuento y una constitución es tan insensato y peligroso como confundir las palabras y las cosas y querer luego saciar el hambre de los que piden pan repartiendo listas de quesos o recetas de cocina. Los reyes, que hacen verosímiles las leyendas, convierten en pura leyenda la democracia. Durante quinientos años ­-salvo dos brevísimos parpadeos- España ha sido sólo un cuento; y hoy el cuento de España, y el mito de la Transición, sirve básicamente para mantener en el trono a un usurpador.